Los cerezos ya estaban en flor, su olor bañaba todo el valle, en esta época del año todos los árboles se vestían con su mejor traje, y los cerezos eran los protagonistas con sus flores bellas, delicadas, perfumadas, perfectas, suaves…
Los corazones de Akira y Ayame, se llenaban de gozo. Con la floración de los cerezos hacían su exhibición, recibían las notas y se tomaban dos semanas de vacaciones. Era la mejor época del año para ambas.
Akira y Ayane se conocieron en la gran escuela de Ikebana, juntas estudiaron la maestría de este arte tan preciado en Japón, lo adoraban con gran pasión. Sólo tenías que ver cómo mimaban a las flores, a las ramillas, hojas, cañas … cómo las acunaban por días y les susurraban bellas canciones, pasaban largas noches cubriéndolas con la luz de la luna, ellas pensaban que así las flores obtenían cierto poder, un magnetismo particular para que su aspecto fuese aún más bello.
Las rosas que se rendían ante ellas, las cogían y aprovechaban sus pétalos, los frotaban unos con otros por horas, a la vez que cantaban canciones tradicionales, las que decían que eran las favoritas de las propias flores.
Akira y Ayame finalizaron sus estudios de Ikebana, con unas cualificaciones excelentes, con méritos. Las chicas vivían a kilómetros de distancia la una de la otra, cosa que lamentaban, y justo despedirse habiendo finalizado, ya sentían ambas añoranza. Akira en un abrir y cerrar de ojos se hizo popular en el arte de la Ikebana. La llamaban para los eventos importantes, bodas, ceremonias, fiestas, y toda clase de acontecimientos. Sin embargo Ayame, no conseguía ser reconocida, si tenía dos clientes al mes, estaba de suerte. Akira seguía siendo más popular, y más, salía en los medios de comunicación, la invitaban para hacer demostraciones constantemente. Ayame al principio cada vez que oía hablar de Akira, o la veía en algún medio de comunicación, le venía el aroma a cerezo en flor, al aroma de rosa húmeda y fresca, el corazón le latía y la expresión de su cara se le suavizaba.
El tiempo iba pasando, Ayame seguía igual, con ganas de compartir su arte, queriendo tocar las flores para las ceremonias, embellecer los espacios, hacer vibrar los corazones, darles a las flores y la fauna un nuevo espacio, otra vida. ¡No había manera! Tenía la sensación que el tiempo de brillar y compartir su arte no llegaba nunca.
Llegó un punto que cuando Ayame oía hablar de Akira, ya sea en los medios de comunicación o de las personas que habían solicitado sus servicios, el recuerdo del olor a rosa húmeda y el de los cerezos floridos se iba avinagrando cada vez más. No entendía nada, habían estudiado lo mismo, tuvieron los mismos maestros, seguían la misma tradición, destacaban las dos por notas excelentes y menciones.
Ayame no podía dejar de pensar, ¿qué sería?; ¿por qué ella no y Akira sí? ¿Tendría mala suerte, estaría maldita?, ¿sería su aspecto físico? ¿el número de la casa que habitaba? ¿o quizás el día de su nacimiento y su nombre? ¿Qué, qué, qué….? ¿Cómo se hace? Eran las preguntas que cada día se hacía.
Llegó el día que ya no quiso mirar más los periódicos por no ver a Akira, no lo podía soportarlo más. Si veía, oía o pensaba en ella, el olor de rosa se iba avinagrando más y más, hasta le daba un dolor intenso en el estómago y estaba días sin probar bocado, y los cerezos en flor perdían su forma bella y perfecta.
La tarde que el cielo rojizo dibujaba unas formas con fuerza, los pájaros desplegaban sus alasy volaban todos juntos, esta misma tarde, cuando estaba tomado el té y pensando ¿cómo podía conseguir clientes? Oyó quealguien le pasó un diario por debajo de la puerta.Ella enfurecida lo agarró conrabia, lo arrugó y lo tiro al cubo de la basura.
Su respiración se le aceleró, seguía bebiendo el té, sentía una fuerte presión en el entrecejo, y toda la cabeza, a la vez no podía parar de pensar en los cerezos floridos, no los lograba visualizar, el aroma de la rosa húmeda…tampoco lo podía oler.Bebió un par más de sorbos de té, se levanto, abrió el cubo de la basura y cogió el diario. Con el diario en sus manos, pudo visualizar los cerezos en flor, sentir el olor a rosa húmeda, mientras leía y no daba crédito. Salía en primera plana, como suceso, Akira la gran maestra de nuestro preciado arte… murió de repente.
El corazón le dejó de latir por unos instantes. Las flores, toda la flora, el arte del Ikebana, la fama, la intuición de la gente, el reconocimiento, la maestría, las ceremonias… sabían que Akira no tenía mucho tiempo. Ayame cerró los ojos, apretó la taza de té y comenzó a llorar. Entendió que tendría una vida larga, y sabía que tarde o temprano haría lo que vino hacer aquí.
Las cosas grandes vienen siempre sin aviso previo.